Dios y los Seres Creados
En la metafísica tomista, Dios ocupa un lugar absolutamente singular: es forma y acto puros, la esencia perfecta en quien coinciden plenamente esencia y existencia. Su ser es necesario, no puede no existir, y constituye la fuente y causa de todo lo demás.
El ser humano, como todas las criaturas, posee una naturaleza compuesta. Su esencia es la unión sustancial de materia y forma, de cuerpo y alma, definido clásicamente como "animal racional". Esta composición metafísica marca la diferencia fundamental con Dios.
Mientras la esencia divina implica necesariamente su existencia, en las criaturas la existencia es un don recibido, algo añadido a su esencia. Los seres creados existen solo porque Dios lo quiere; su existencia es contingente, podrían no haber existido.
En términos aristotélicos, las criaturas están en potencia respecto a muchas perfecciones que pueden o no actualizar, mientras que Dios está siempre en acto, siendo la plenitud del ser sin limitación alguna.
A diferencia de la concepción aristotélica de un Dios desinteresado del mundo, el Dios tomista no solo es el creador del universo sino que lo conoce perfectamente al pensarse a sí mismo como su causa. Además, cuida y ama a sus criaturas, estableciendo con ellas una relación personal, especialmente con los seres humanos.